No es ninguna mentira que la salud mental se ha encontrado en alguna ocasión del lado del poder. Más aun, se ha empleado para quitar de en medio a todos aquellos rebeldes que han estado en contra de la opinión predominante de un lugar.
¿Pero cómo se puede diagnosticar a una persona una enfermedad mental por solo estar en contra de una opinión? Para comprenderlo, no hay más que echar un vistazo a las dimensiones que definen, en este caso, los delirios.
Decimos que una persona tiene un delirio cuando mantiene una creencia firmemente a lo largo del tiempo, con un gran grado de convicción, convirtiéndose en algo muy importante para ella. Además, esa creencia se aparta de la realidad (implausibilidad) y hay una ausencia de apoyos culturales hacia ella. Estas cinco características definen el delirio, pero nosotros nos quedaremos con las dos últimas.
Ausencia de apoyos culturales
La definición de los delirios reformistas nació en Rusia, uno de los lugares en el que más diagnósticos falsos de esquizofrenia se realizaron a principios del siglo XX.
Este diagnóstico se utilizaba para etiquetar a todos los disidentes que mostraban públicamente su rechazo a las ideas del gobierno. Y la consecuencia fue la hospitalización psiquiátrica forzosa para todo aquel que se atreviese a decir que el comunismo era malo. Porque tal afirmación solo podía hacerla alguien que claramente no estaba en su sano juicio.
Podríamos pensar que esto fue hace mucho tiempo y se ha avanzado demasiado en la definición de los trastornos mentales. ¿Seguro? No hace mucho que dos periodistas, también en Rusia, tuvieron el valor de criticar a cierto líder de su país. Curiosamente, uno falleció. El otro se encuentra desaparecido en algún hospital psiquiátrico.
Aquí puede residir el peligro de considerar la enfermedad mental o, en este caso, los delirios, como aquellas situaciones sin apoyo cultural. Algo que muchas veces se traduce como “sin apoyo del gobierno”.
Puede que te parezca una locura, en España no pasan estas cosas. ¿O sí? Hasta hace nada, un hombre que amase a otro hombre era enfermo mental y hasta hace un poco más, también un criminal. Y hoy, siglo XXI, en muchos lugares de España, se sigue considerando a una persona transexual como alguien con trastornos mentales.
Lo peor, es que estamos definiendo la enfermedad mental por algo que pasa en la sociedad, en la cultura (y sus apoyos), y no por lo que pasa en la mente de la persona. Y uno ya no sabe si de lo que habla es de enfermedad mental o de enfermedad social.
Implausibilidad
El problema que encontramos al definir los delirios como creencias irreales, es que muchas veces pueden contener parte de verdad o incluso llegar a ser verdades.
Un ejemplo muy típico es el de los delirios celotípicos (o celos patológicos). Aquellos delirios en los que la persona tiene la convicción de que su pareja le está siendo infiel. Son muchos los casos de personas que han sido diagnosticadas con esta etiqueta. Bajo esa condición de personas enfermas, han llegado a contratar a un detective privado que acabase demostrando que no se trataba de ningún delirio, sino que la infidelidad era real.
Relacionado con esto encontramos lo que se llama “Efecto Martha Mitchel”. Se produce este efecto cuando un psiquiatra o un psicólogo diagnostican de sufrir alucinaciones o delirios erróneamente a una persona por creer irreales los hechos que cuenta.
Se le dio este nombre cuando Martha Mitchel, esposa del Fiscal General John Mitchel, afirmó que algunos funcionarios de la Casa Blanca estaban participando en actividades ilegales. Estas acusaciones fueron atribuidas a un delirio por su psiquiatra. Sin embargo, investigaciones posteriores demostraron que Martha estaba en lo cierto.
Así que llegados a este punto, quizás deberíamos empezar a pensar que los límites entre lo que es enfermedad mental y lo que no, no están tan claros como suele pensarse. Y, del mismo modo, tener en cuenta el enorme papel que juega la sociedad y la cultura a la hora de definir lo que es un trastorno y lo que no.