Que somos conscientes nos parece, de forma casi inmediata, una certeza indudable. Percibimos en nuestro interior ciertos estados (creencias, sentimientos, deseos) con cercanía e inmediatez, y siempre en primera persona (yo pienso, yo siento, yo deseo, yo estoy triste, yo estoy contento). Este tipo de fenómenos se conocen como ‘estados mentales’ y tienen su lugar en lo que se ha convenido en llamar ‘mente’, hogar de nuestra conciencia y nuestro pensamiento.
A cualquiera que le preguntemos por la disciplina encargada de estudiar estos estados nos responderá con una lista: psicología, psiquiatría, neurología… Todas ellas, o la gran mayoría, pertenecientes al ámbito clínico. Esto no resulta sorprendente. Parece instalado en el sentido común que el interés por adentrarse en los secretos que ocultan nuestro cerebro y nuestra mente ha de estar ligado a la búsqueda de soluciones para los desórdenes que los atormentan. Esto es así, ¿qué duda cabe? Aunque la cuestión va mucho más allá.
Al apuntar hacia lo mental, todas estas disciplinas han puesto en el punto de mira una cuestión que ha sido fundamental para el pensamiento desde tiempos inmemoriales: ¿qué soy yo? No en vano, la raíz de palabras como ‘psicología’ proviene de la palabra griega ‘pysché’, que significa alma, esencia y que, con la ciencia moderna, pasó a llamarse mente. Quien crea que psicología, psiquiatría y neurología son simples ramas de la ciencia médica, un departamento más en el hospital de turno, está muy equivocado, pues en su investigación se está jugando desvelar el secreto mismo de nuestro ‘yo’… Y entonces llegó la filosofía y prendió fuego al hospital.
¿Qué hay de verdadero en lo dicho hasta ahora? Lo cierto es que nada o, al menos, nada puede afirmarse de una forma tan rotunda como se ha hecho. Sobre esto, la filosofía (el arte de no dar nada por sentado, de problematizar hasta las realidades más naturalizadas y de hacer las preguntas más inoportunas para después abandonarlas sin respuesta) tiene mucho que decir.
Pero antes de continuar, permitidme hacer unas aclaraciones para evitar pinchar en el brazo a gente con la piel demasiado fina. No es mi intención establecer una jerarquía entre disciplinas. No estoy diciendo que la filosofía sea superior a la psiquiatría y a la psicología. Bastante tenemos con la opinión pública que nos recuerda a los que formamos parte de alguno de esos tres campos (con la neurología no me meto, pues nadie piensa esto) que estamos en lo más bajo de la cadena alimenticia de las disciplinas académicas. Comidos por todos y comiendo a nadie.
Además considero que ese enfoque es absurdo. Cualquier jerarquía entre disciplinas con pretensión de verdad es, simplemente, una pérdida de tiempo (son inconmensurables, lenguajes distintos con distintos objetos y problemas; no hay criterio que permita compararlas), como también lo es la super-especialización en un campo específico hacia la que tiende el mundo académico actual. Si cada disciplina es un agujero por el que mirar, es un suicidio epistemológico limitarse a mirar por uno solo. Esto es tanto más válido si nos enfrentamos al que, casi con total certeza, pueda ser el objeto de conocimiento más misterioso y problemático del universo: la mente.
Ninguna otra cosa nos resulta tan inmediatamente cercana y, a la vez, tan inaccesible al conocimiento como nuestra propia mente. El asunto suscita cuestiones realmente interesantes: ¿Cómo puede ser que un mecanismo físico y químico, como lo es el cerebro, de lugar a algo así como nuestra conciencia? ¿Qué lugar guarda la mente dentro del cosmos? ¿Y en la historia evolutiva? ¿Cómo se relaciona con el cuerpo? ¿Es posible crear una mente artificial? Y un larguísimo etcétera.
Esta opacidad en el objeto de estudio es lo que dota de fragilidad al estatuto epistemológico de la psicología y la psiquiatría que, ante la imposibilidad de responder rotundamente a esas preguntas, huyeron hacia el funcionalismo (no explicar lo que es, sino cómo funciona) y hacia el ámbito clínico. Un claro ejemplo de esta retirada hacia lo observable es el triunfo del conductismo en psicología o la incorporación de concepciones psicofarmacológicas en psiquiatría (en filosofía habrá una retirada similar hacia el positivismo). Sin embargo, estos enfoques, aunque altamente funcionales para desarrollar la labor clínica, son explicativamente muy débiles. El conductismo contraviene sus propios principios en el momento en que trata de inferir de las conductas unos estados mentales (dando lugar a la fantástica dupla de lo cognitivo-conductual) que sólo puede justificar en uno mismo. De aceptarlo en toda su fuerza, el conductismo nos aboca al solipsismo. Del mismo modo, los psicofármacos se basan en una concepción demasiado fisicalista y reduccionista de la mente. Según esta perspectiva, mente y cerebro son la misma y única cosa (ésta es también la perspectiva de la neurología), y basta con alterar la química cerebral para solucionar el problema mental. Sin embargo, si bien parece indiscutible la existencia de una conexión fuerte entre mente y cerebro (se observan cambios de personalidad en personas que han sufrido daños cerebrales o si se ha alterado la química cerebral con el consumo de estupefacientes, por ejemplo) este enfoque es profundamente insatisfactorio. Tal vez se deba a su bajo grado de desarrollo en la actualidad, pero no consigue conectar de forma satisfactoria todos los desórdenes químicos del cerebro con los problemas mentales a los que deberían estar relacionados (una prueba de ello es la vigencia de la psicoterapia para tratar algunos desórdenes que, de otro modo, serían resueltos a golpe de pastillero). Pero ambos enfoques permiten sobrevivir en lo clínico a dos disciplinas más que denostadas por el mundo académico y la sociedad en general. Y qué demonios, lo cierto es que curan. ¿Pero qué hemos dejado atrás? La cuestión fundamental: saber qué es la mente. Aunque no hay nada que reprochar, se trata de un abandono legítimo o, al menos, comprensible.
Ya lo hemos dicho, pero lo diremos otra vez, la mente es a la vez cercana e inaccesible. Cercana desde la primera persona, completamente opaca desde la tercera. Hemos explorado, aunque de una forma laxa, alguna consecuencia de lo segundo, pero tal vez el verdadero peligro para disciplinas como la psiquiatría y la psicología se esconda tras lo primero.
Sin rodeos: todos sentimos nuestra mente, todos nos sentimos legitimados para hablar de lo que la mente es. Casi siempre sin dar pie con bola. He ahí el nacimiento de la llamada psicología popular, un compendio de tópicos, supersticiones y falsedades que enturbian el estatuto de la psicología científica que a menudo tiene que explicar, con paciencia y una sonrisa, que la interpretación de los sueños es a la psicología lo que el horóscopo a la astronomía.
En el caso de la psiquiatría la batalla parece librarse en el ámbito ético. “Es mi mente, mi subjetividad, mi delirio, mis alucinaciones. Son mías porque yo las siento. ¿Quién eres tú, medicucho, para negar mi realidad más íntima?”. A menudo la literatura filosófica (fundamentalmente francesa) ha denostado a la psiquiatría en estos términos. Los psiquiatras aparecen como seres malvados que pretenden segregar a la población trazando una línea divisoria entre lo normal y lo patológico. Lo cierto es que la medicina en general parece funcionar así. Es condición necesaria para su eficacia esa distinción. ¿Qué hay de malo en ella? Que el resto de disciplinas médicas pueden constatar de forma casi inmediata la causa fisiológica de la dolencia a tratar, mientras que la psiquiatría, en un significativo número de casos, no (no por su incapacidad, sino por lo complejo e inaccesible del objeto que maneja). De ahí la afirmación de que en psiquiatría la distinción entre lo normal y lo patológico es caprichosa. Nadie parece dudar en la legitimidad del médico para curar una molesta gripe, pero si se trata de una enfermedad mental, el psiquiatra aparece como un policía que viene a corregir cualquier comportamiento excéntrico. Un comportamiento que no es considerado como pernicioso para el paciente según este tipo de literatura filosófica, que llega a afirmar que un psicótico está más cerca de la verdad que una persona con un estado mental considerado normal. Hay quien incluso llega a negar la existencia misma de algo así como una enfermedad mental (lo que implica negar el sufrimiento de la persona que la sufre, por supuesto). Pero hay que romper una lanza a favor de estas críticas que, aunque muy exageradas, evidencian lo que veníamos diciendo: lo que vale para el resto de objetos se presenta problemático cuando hablamos de la mente.
En fin, que se entiende la retirada hacia lo empírico y lo clínico, y más en unas sociedades en las que lo funcional es el imperativo. Si no produces un beneficio tangible estás abocado a la desaparición . Resulta doloroso leer artículos que tengan que perder el tiempo en defender la investigación científica frente a quienes defienden que sus costes deberían sufragar los gastos de cosas “más útiles”. Resulta tanto más doloroso comprobar que esas defensas entran al trapo, precisamente, del discurso de la utilidad haciendo referencia a todo lo que la investigación científica (incluso la de más altos vuelos) revierte en la sociedad. ¿Y qué si no fuera así? El conocimiento tiene un valor en sí mismo, no necesita ser útil. Y parece que esta idea no se ha perdido del todo, pues la filosofía ha sobrevivido durante todo este tiempo. Aunque lo cierto es que, como ya se ha dicho, en filosofía también hubo una retirada: el positivismo.
Desde el Círculo de Viena se extendió la idea de que el único conocimiento válido es aquel que proporciona la realidad empírica. Así, la filosofía quedaba protegida de la charlatanería de igual modo que la psicología y la psiquiatría: ante cualquier afirmación, los hechos observables del mundo físico tienen la última palabra. En cualquier caso, es curioso observar que en el caso de la filosofía los charlatanes, por lo general, no son gente ajena a la propia disciplina, sino los propios filósofos. Pero bueno, sigamos. Esta tendencia marcada por el positivismo y el racionalismo que surgió en el s.XX cristalizaría en el ámbito anglosajón en lo que conocemos como Filosofía Analítica. Esta forma de hacer filosofía pone el acento en el análisis del lenguaje, en la clarificación de los términos para distinguir problemas reales de pseudoproblemas y por una predilección por el discurso científico. Uno de los campos de estudio que surgiría a partir de los años 60 en este particular modo de hacer filosofía es, precisamente, la Filosofía de la Mente. Psiquiatría, psicología, neurología e incluso informática trabajando codo con codo para enfrentarse al objeto más misterioso del cosmos. Ese es el programa de la Filosofía de la Mente.
A pesar de que psicología y psiquiatría están muy ligadas al ámbito clínico, en el académico nunca abandonaron las preguntas hacia las que apunta su labor investigadora y, con la filosofía analítica como herramienta, pueden acercarse a la cuestión sin miedo a abultar el compendio de las tonterías que se dicen sobre la mente desde fuera de la ciencia.

¿Pero la filosofía no había prendido fuego el hospital? Así es. ¿Y qué demonios significa esto? Que la filosofía es una amante exigente y no garantiza el placer a quienes comparten cama con ella. Es una disciplina negativa, destructiva. Es la sistematización racional del pensamiento crítico. Su labor es la de plantear preguntas, esperar a que la ciencia las responda para poner en duda sus respuestas y plantear nuevas preguntas. Es una buena herramienta para afinar el tiro, pero a menudo resulta molesta para aquellos que buscan una respuesta definitiva para cualquier asunto para erigirla en dogma incontestable. Pero afortunadamente esta no es la actitud de la ciencia, que sigue respondiendo amablemente a las preguntas de la filosofía y avanzando con ella hacia explicaciones más completas del mundo. Aunque lo cierto es que, en la investigación de la mente, de momento hay más preguntas y problemas que respuestas. Y cuando las hay no parece haber consenso alguno entre los especialistas o entre las disciplinas. De ahí lo que señalábamos al principio: en esto, nada puede afirmarse con la rotundidad con la que se ha hecho.
En cualquier caso, el estudio de las problemáticas resulta muchas veces tanto más enriquecedor que el estudio de resultados cerrados y establecidos. Es por eso que he planeado una serie de artículos que aborden algunos de los problemas fundamentales de este asunto desde la perspectiva de la filosofía. No puedo comprometerme con un número determinado de artículos, esto depende de demasiados factores. Sí que puedo adelantar que en el siguiente trataré de abordar la problemática de la relación de la mente y el cuerpo. También tengo previstos otros sobre la identidad personal, otra sobre los test de inteligencia y el proyecto de la IA fuerte, y otro de corte más epistemológico en que se expongan las diferentes puntos de vista desde los que se aborda el objeto en el curso actual de la investigación sobre la mente (especialmente en las neurociencias, la psicología y la psiquiatría).
En lo que respecta a este artículo, léase con mucho escepticismo. Jamás se me dieron bien las introducciones y menos en temas tan amplios y profundos como el que nos incumbe. La explicación ha sido superficial y, me confieso, en muchos momentos atendía a criterios de forma más que de contenido. Pero creo que he cumplido con éxito el objetivo de, al menos, romper el hielo y me daré por satisfecho si alguien que lea estas palabras siente la curiosidad suficiente como para profundizar en el tema por su cuenta o seguir leyendo los artículos que eventualmente publicaré. Eso es una introducción al fin y al cabo y, a pesar de su inherente laxitud, espero que sirva como declaración de intenciones.